Desde que fundamos CUMBRES, allá por 2010, no fueron más de dos o tres los artículos que escribí en primera persona, firmando al pie con mi nombre y apellido. Nunca fue mi gusto, ni me pareció muy respetable así hacerlo. Quizás tanta magnificencia y autoridad que nos impone la montaña, desarticula atrevidas empresas egocéntricas que a veces nos asaltan. Situarse en pie de igualdad con nuestras majestuosas cordilleras, es temerario.
Pido hoy un especial permiso a los respetables lectores. Hoy quiero hacerlo, necesito hacerlo. Porque hoy cumplí mi sueño de recorrer el valle de las Lágrimas. Ese exacto sitio en la cordillera de los Andes, en la provincia de Mendoza donde nací, donde un 13 de octubre de 1972 cayó de los cielos un avión Fairchild FH-227D de la fuerza aérea de Uruguay. Por el impacto, o a las pocas horas, murieron 17 de los 45 ocupantes. Con el correr de las semanas, otros 12.
Allí, en un lugar donde posiblemente nadie jamás haya estado antes, sobrevivieron milagrosamente 16 seres humanos.
La historia del accidente, la supervivencia y el rescate, el 23 de diciembre de ese 1972, es por todos bien conocida. Más aún con el furor de la nueva película La Sociedad de la Nieve, que retrata, a mi entender de modo soberbio, el suceso.
Memoria
En aquel entonces yo iba a cumplir pronto seis años. El accidente de los uruguayos forma parte de esas nebulosas imágenes de recuerdos de la más temprana infancia, difusos, oníricos, que persisten en la memoria. Por algo persisten.
Fue una conmoción cuando cayó y también lo fue cuando aparecieron vivos. Permanece en mí el remoto recuerdo fotográfico del medio fuselaje blanco en la más blanca nieve, apenas divisable. Recuerdo la palabra “¡Viven!” con sus signos de admiración publicada en diarios y televisión.
Viene a mi memoria alguna conversación de mis padres. Bueno, era el tema de conversación de todo el mundo, cuando cayeron, cuando no los encontraron y cuando aparecieron y se supo la forma en que sobrevivieron.
Este verano de 2024 pude cumplir mi sueño de recorrer ese lugar donde ocurrió la mayor historia de supervivencia, resistencia y resiliencia, una enseñanza perenne para toda la humanidad.
Ese lugar está en mi provincia de Mendoza, en las montañas donde nací y me crié, pero donde, exactamente allí, jamás pude acceder. Gracias por ello Pablo Tetilla, de Inka Expediciones, por ayudarme a cumplir lo que sueño y espero hace 51 años.
País gaucho
Somos 16 caminantes (vaya número), asistidos por magníficos guías de montaña y diestros gauchos que, con sus caballos, mulas y sapiencia campestre, nos facilitan todo lo que está a su alcance para una caminata de tres días y dos noches. En la nada misma.
El valle de las Lágrimas se encuentra al sudoeste de la provincia de Mendoza, en el departamento de Malargüe. Del lado argentino, bajo el límite mismo con Chile.
La expedición comienza en el bello pueblo de El Sosneado, a 140 km de la ciudad de San Rafael, cabecera del departamento al que pertenece, y a 50 km de la villa de Malargüe. En vehículos cuatro por cuatro transitamos un antipático camino de pozos y algo de tierra, que a los 60 km se extingue en nuestro punto de inicio de caminata: el puesto de la familia Aranda, ancestrales pastores de cabras y diestros criadores de caballos y mulas.
Así inicia nuestra caminata, a la vera del recién nacido río Atuel, cuyo considerable caudal de verano solo permite el cruce a caballo, y no muy tarde. Nos esperan 26 kilómetros en un desnivel de 1,400 metros, para sortear en un día y medio. Y otro tanto para regresar al puesto.
A los 15 minutos de haber cruzado el Atuel para encarar la picada que conduce a nuestro valle, un extraño objeto salta a nuestra vista, extranjera forma en un medio sólo compuesto por piedras y mallines. Un trozo de chapa de medio metro de longitud con extraños aditivos en su conformación.
El guía, Hugo “Chapa” Asensio, sin salir de su asombro, sentencia que no puede ser otra cosa que parte del Fairchild. En el cauce del río que nace en el glaciar donde cayó, no puede tratarse de otra cosa. “A 22 kilómetros y a 51 años” reflexiona el experto sobre su homónimo vestigio.
El grupo nos alcanza y sorpresa y fascinación se pintan en los rostros de todos. Es el anticipo de una gran expedición.
Allá vamos, resolviendo laderas, chapoteando arroyos y cabalgando caudales. Bajo un sol abrasador, la caminata de casi ocho horas culmina en nuestro campamento El Barroso, a 2,560 metros y con razonables comodidades.
El montañés guiso de lentejas repone las energías perdidas. Estamos listos para el descanso en el corazón de los Andes. Mañana es el gran día, el de llegar a nuestro objetivo.
Salvaje
Acude a mi pensamiento la siguiente idea, fruto de la contemplación del paisaje tan bello como inhóspito, y de oír el silencio más silencioso jamás oído: Antes de 1972, es posible que ningún ser humano haya pisado estos faldeos y glaciares. Me hablan de un antiguo paso hacia Chile por donde en otras épocas se trasladaba ganado. Pero no exactamente allí, sino algo más al Norte. Allí, precisamente allí, nadie, nunca, jamás.
La caminata es significativamente más exigida este día. Hay que sortear casi 10 kilómetros en un ascenso de 800 metros de desnivel. Lo dicho, exigente.
El último tramo, como en cada expedición, es el más esforzado. Circunstancia en la que la gente suele formularse una inusitada cantidad de preguntas a sí mismo.
El sitio que buscamos está allí, oculto tras esta ladera que sacrificadamente ascendemos en zig zag. Vemos los temibles paredones rocosos de fondo, el enorme y vertical circo claramente infranqueable, pero franqueado hace 51 años por Roberto Canessa y Fernando Parrado en las peores condiciones imaginables. Nos indican los peñones de los picos, hacia el Sur, donde, en alguno de ellos, impactó el ala del avión desencadenando la tragedia y el milagro.
Llegamos a la cima. Debajo, se nos revela una amplia olla, asombrosamente nevada aún, jalonada de penitentes. Apenas se distingue, más por la presencia de visitantes, la cruz del memorial y un puñado de chatarra aeronáutica.
No hace frío, apenas una brisa fresca. La procesión va por dentro de todos quienes allí, finalmente, estamos. Cada cual a su manera procesa el momento. Llantos, abrazos, unos rezan, otros filosofan.
Destino: regreso
No es mucho el tiempo que pudimos permanecer allí. Es mediodía, los ríos están creciendo y su cruce se dificultará conforme avance el día. Mas, es el suficiente para el ejercicio introspectivo de replicar en uno mismo las vistas, las sensaciones, el ambiente, el aire que las víctimas de aquella tragedia aérea debieron afrontar, solos, perdidos, sin recursos. Abandonados.
La magnitud de semejante hazaña de supervivencia cobra real dimensión contemplando esas heladas murallas verticales, cárcel de hielo y piedra. Todo lo que toda la vida imaginamos, baja a tierra y se convierte en real, por unos minutos.
Nos quedamos con las ganas, y nos quedaremos por siempre, de ver el fuselaje, sepultado dentro del glaciar Lágrimas, en notable retroceso. Tampoco las piezas más grandes de los restos del avión dispersas en las cercanías, cubiertas por la persistente nieve que aún en pleno enero se resiste a la retirada.
Comienza el descenso hacia El Barroso donde un muy argentino asado nos espera, tal como pícaramente nos extorsionan los guías, en momentos en que las fuerzas escasean.
Llegamos al atardecer más rojo que recuerde.
Final
Siento que mi vida acaba de cambiar para siempre, y deduzco lo mismo en las caras de todos. Esto de ponerse en pieles de otro, a veces puede derivar en eso, en que la vida cambie para siempre.
Nos espera el cómodo retorno a la muy cómoda civilización. A esa a la que, por justicia estadística, aquellos uruguayos deberían haber retornado sin sobresaltos.
Desecho que eso mismo se convierta en motivo para sentirme culpable, como algunos podrían pretender. La culpa misma que en algún momento se les exigió a ellos, por haberse salvado ellos y no el resto. Parrado una vez me dijo: “La gente me dice ‘¿no te da culpa de haber llevado a tu madre y a tu hermana y que se murieran?’ No, yo les hice un regalo de amor a ellas. Las mató el piloto”.
Tiendo a pensar que en los sinuosos caminos de la vida, las culpas están sobrevaluadas, y en cambio, se subestima al destino. Las culpas pueden ser evitables, deben ser perdonables. El destino, es inexorable.
El valle de las Lágrimas, ese remoto y olvidado enclave andino, escenario de la más sorprendente historia de supervivencia y muerte, guarda dentro de sus solitarios y enormes paredones los secretos de esas culpas por las que nadie debe preguntar. Y remarca el valor incólume del destino que a todos nos aguarda, agazapado, en el lugar más antojadizo, en las condiciones más impensadas y en las formas más inimaginables. Por eso se llama destino.
(Info sobre expedición: INKA Expediciones)
(*) Jorge Federico Gómez es periodista, director de CUMBRES Mountain Magazine