En 2009, Carla Pérez escaló con 26 años por primera vez la pared Sur de Aconcagua. A 10 años de aquella hazaña, y con ella subiendo el Coloso por estos días, compartimos su impresionante crónica sobre el último día en la temible muralla.
Sexto día en la pared sur de Aconcagua
2 de febrero 2009

¿Te acuerdas que te dije que quería ir a probar los límites de la existencia? Pues creo que de alguna manera los probé. Fue en el sexto día de escalada de esa gigantesca pared. Los cinco días previos habían sido técnicos, duros y fríos, pero aún no había encontrado en ellos esa persistencia física de la conciencia o, más bien, esas puertas de la percepción que he buscado desde hace años.
La tarde del quinto día, por el contrario, llegó con un aire especial que me anunciaba algo comprometedor. Nos encontrábamos en pleno mixto de Messner, a 700 m de salir de la pared. Eran las 19; hacía frío, tal vez 20 o 25° bajo cero; empezó a nevar.
Me angustié por las terribles condiciones en que pernoctaríamos esa noche. Como si hubiese presentido mi miedo, Joshua, quien escalaba de primero en la cuerda con mucha seguridad, me miró y, con una mezcla de sadismo y emoción, sonrió y me dijo: “¡Empezó la demencia!”. Extrañamente me tranquilicé.
Última noche
Llegó la noche y no encontrábamos lugar para vivaquear. La única repisa que veíamos a nuestro alrededor estaba ocupada por los cadáveres de dos escaladores brasileños, así que rapelamos algunos metros, nos acomodamos donde mejor pudimos y, entre dormidos y despiertos, nos quitamos las botas y nos secamos los pies para no sufrir congelaciones. Nos habría gustado, también, fundir un poco de nieve para beber algo, pero las provisiones de gas se habían terminado.
A la 1 de la mañana, colgados a 6.400 m, sentí claramente cómo todo se volvía más intenso: estaba deshidratada, y por una mala elección de las provisiones prácticamente no había comido desde hacía 5 días, el frío me calaba los huesos y, claro, era imposible dormir. Me alegré de haber llevado mi reproductor de música y tener mi línea de vida, porque esa noche sí que me colgué de ella.
Al amanecer sentí los primeros rayos del sol como nunca los había sentido. Traté de moverme, pero, al igual que el Topo, tenía las manos golpeadas e hinchadas al punto que todas las manipulaciones eran dolorosas. En mi rostro destrozado debía verse tanto dolor y agotamiento que mis amigos se preocuparon. Nos alistamos para empezar el ascenso, pero, entre colgar y descolgar lentamente el equipo, nos dieron las 11 de la mañana.
Después de escalar el primer largo me di cuenta de dos cosas importantes: que aquel era el último día en la pared y que probablemente tenía principios de edema pulmonar. Saqué la estampita que me dio mi abuela y solté un par de lágrimas. Sentí que me descompensaba rápidamente, pero no había otra opción: la salida era por arriba, dar media vuelta significaba, con altas probabilidades, sufrir un accidente por lo peligrosa que es la pared. Así que seguí escalando con la seguridad y el ánimo que el Joshua y el Topo me transmitían.
Fue al pasar el último gran serac de la pala final cuando realmente me puse mal. Escalar en simultáneo y sin seguros intermedios ya no era conveniente porque sentía que en cualquier momento podía desvanecerme y caer, así que grite: “¡Topo, dame seguro, no me siento bien!” Avancé hasta la estación y me desmayé.
Últimos pasos, los más críticos

Desde ese momento todo fue muy rápido y confuso. Recuerdo que hice esfuerzos enormes por no volver a desmayarme, mantenerme concentrada y escalar. Recuerdo al Topo subiendo a mi lado, dándome todos los ánimos del mundo. Y a Joshua escalando los últimos 120 metros. Moviéndose con una rapidez sorprendente para salir de la pared lo antes posible.
Qué extraña sensación la de esas horas. Por una parte, me sentía resignada, incluso tranquila ante la posibilidad de no lograr salir; por otra, quería seguir viviendo y veía cómo mis amigos hacían todo lo posible para que fuera así.
A las 9 de la noche, con los últimos rayos de sol, llegamos a la arista de Guanaco. Joshua me abrazó y sin más empezamos a descender por la vía normal.
Dos horas después llegamos al campamento Berlín, a 6.000 m, donde algunos guías y guardaparques nos recibieron con té y sandwiches. Esa noche hubiéramos podido quedarnos allí, pero yo quería continuar hacia Nido de Cóndores, 600 m más abajo, para contrarrestar mi supuesto edema.
En Nido de Cóndores nos atendió el Dr. Grossi, quien, al ver nuestras deplorables condiciones físicas, dignas de 6 días de escalada en la pared Sur, resolvió que a la mañana siguiente bajáramos en helicóptero hasta la entrada del parque, ahorrándonos 2 días de camino. Con esa noticia, sorpresiva y placentera, nos fuimos a descansar.
Marzo de 2009. Un mes después
En 12 años de practicar montañismo nunca había sentido tanto amor y fuerza en una cordada. En mi mente siempre quedarán grabados esos momentos de tanta intensidad.
Un mes después de haber salido de la pared, no queda sino virar la página, seguir soñando y escalando. En ese sentido, ninguno de nosotros ha cambiado. Para nosotros está claro que en la pared Sur sólo fuimos 3 seres que apostamos el todo por la nada. Unidos por una pasión común y una amistad inquebrantable.
En cuanto a mis límites, nunca sabré con certeza si los probé, porque es imposible determinarlos. Y a pesar de que esta vez la montaña me dio una gran lección de humildad, creo que ahora más que nunca seguiré explorando esos límites y esas puertas que simplemente me hacen sentir viva.
2 de febrero 2019. 10 años después

Ahora que ha pasado tanto tiempo y realmente he podido asimilar lo sucedido, siento, primeramente, una infinita gratitud hacia Dios, hacia la montaña y hacia mis compañeros por todo el amor y esfuerzo de ayudarme a seguir. Me sorprendo de ver lo jóvenes que éramos, 19, 21 y 26 años y a pesar de la inexperiencia que teníamos frente a semejante reto, me siento sumamente satisfecha de haberme lanzado a algo que me parecía estar totalmente al límite de mis capacidades.
Este ascenso fue un punto de quiebre en mi vida. Fue darme cuenta que pese al riesgo al que me expongo al ir a la montaña, la amo con todo mi ser. Y espero poder compartir toda mi vida con ella.
Después de hablar con médicos y deportólogos consideramos más la posibilidad de un estado de shock por no comer durante tanto tiempo que un edema pulmonar o cerebral. En todo caso lo importante de experiencias como ésta es que te obligan a mejorar y hacer las cosas con más sabiduría.
Una vez más me doy cuenta de que los errores o fracasos son la puerta hacia la oportunidad, la oportunidad de mejorar.
5 de febrero de 2019. 10 años y 3 días después
Siempre estaré eternamente agradecida con los porteadores, guías, guardaparques argentinos y el “Duro” Horacio Frescchi, el piloto del helicóptero, que fueron a nuestro encuentro por la ruta normal e hicieron todo lo que estuvo a su alcance por ayudarnos.
Es un honor para mí que pueda servir a alguien aquel bello recuerdo.
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Carla Pérez

Carla Pérez es una muy reconocida montañista ecuatoriana cuyo máximo logro deportivo fue cuando en 2016 hizo cumbre sin oxígeno artificial en el Everest (8.848 m, Nepal/China), el monte más alto del mundo. De las más de 9.000 personas que lo lograron, menos de 200 lo hicieron sin el auxilio de oxígeno suplementario. De ese número sólo siete mujeres. Una fue Carla.
Antes, en 2009, había logrado escalar la pared Sur de Aconcagua . Es una de las más difíciles y peligrosas del mundo en la que solo cuatro mujeres lo habían logrado.
En 2012 fue también la primera de Ecuador en la cumbre del Cho Oyu (8.201 m, Nepal/Tibet). La sexta cima más alta del planeta, también sin oxígeno suplementario.
Hoy, con 35 años, la gran escaladora aspira abrir nuevas rutas en montañas de 7 y 8 mil metros. Siempre junto a sus compatriotas Iván Vallejo y Esteban Mena, con quienes comparte la pasión por las alturas.
Por estos días Carla está subiendo Aconcagua por Plaza Argentina.
En aquel febrero de 2009 Carla Pérez escribió este relato tan significativo sobre aquel tremendo desafío. Ella tenía entonces 26 años, y sus compañeros Esteban Mena 19 y Joshua Jarrín 21.