Es difícil de procesar en ese instante. Estamos en África, un continente que siempre pareció lejano, y frente a nosotros se alza el techo de este mundo, el Kilimanjaro. Venimos de los Andes, de la Patagonia, de la Puna. Pero esta es otra montaña, un desafío distinto.
Nos instalamos en Moshi, la ciudad que late a los pies del coloso. Esa noche, entre charlas y risas contenidas, se siente la ansiedad. Cada uno carga con su propia historia, su propia razón para estar aquí. Algunos buscan una cumbre más, otros una aventura que los saque de la rutina. Pero sabemos que nadie se irá de esta expedición siendo la misma persona.
Ascender a través de todos los mundos
El día del inicio es de pura energía. Cruzamos la entrada del Parque Nacional y comenzamos la travesía por la Ruta Machame, sumergidos en una selva densa y vibrante.
La humedad empapa la ropa, los aromas son intensos, la vegetación nos envuelve. Escuchamos el canto de aves exóticas y, de vez en cuando, el crujir de ramas anuncia la presencia de monos colobos entre los árboles.
Cada jornada es una transformación. Dejamos atrás la jungla y el verde profundo del bosque para entrar en un mundo de páramo, con arbustos dispersos y senderos de roca. La pendiente se vuelve más pronunciada y el aire más delgado.
Respiramos con fuerza, controlamos el ritmo. Nuestros porteadores y guías locales nos acompañan con una energía inquebrantable, cantan, sonríen, nos impulsan.
Alcanzamos Shira Camp y la inmensidad se abre ante nosotros. A lo lejos, la cima nevada del Kilimanjaro parece todavía inalcanzable. Cada noche, el frío nos recuerda dónde estamos, y el cielo, despejado y colmado de estrellas, nos da una sensación de insignificancia y grandeza al mismo tiempo.
Progreso hacia la cima
La altura empieza a hacer su trabajo. En cada paso hacia Lava Tower sentimos el peso invisible del oxígeno escaso. Nos movemos más lento, las piernas duelen, la cabeza late con cada latido del corazón. Aquí no hay margen para la soberbia: la montaña nos enseña humildad, nos obliga a escuchar al cuerpo, a respetar sus tiempos.
Barranco Camp nos recibe con su imponente pared de roca. Al día siguiente, nos enfrentamos a la Barranco Wall, un tramo donde las manos entran en juego, trepando entre piedras con el abismo al costado. Superarla es una inyección de confianza. Ya estamos cerca.
Finalmente, la última noche en Barafu Camp es breve. Apenas dormimos unas horas antes de salir a la cumbre. El viento corta la piel y el frío cala los huesos. Solo las luces de nuestras linternas iluminan el sendero de ceniza volcánica que zigzaguea hasta la cima. El ascenso es agotador. No hay aire, no hay palabras, solo la mente empujando el cuerpo hacia adelante.
Y entonces, tras horas de lucha interna, aparece Stella Point. El sol comienza a teñir de rojo el horizonte y la cumbre definitiva, Uhuru Peak, está a solo unos pasos más. Cuando la alcanzamos, nos abrazamos, algunos lloran, otros ríen. Todos sentimos lo mismo: somos parte de la montaña.
Frente a nosotros, los glaciares africanos resisten el paso del tiempo, el cráter se despliega con su inmensidad, y bajo nuestros pies, la sabana se extiende sin límites. Hemos llegado.
De la cumbre a la vida salvaje
El descenso es largo, casi surrealista. Bajamos más de 2.700 metros en un solo día, con el cuerpo agotado pero la mente aún procesando lo vivido. Al llegar a Moshi, nos espera un descanso merecido, pero la expedición aún no ha terminado.
África todavía tiene más para darnos.
Nos adentramos en el Parque Nacional Tarangire, donde elefantes gigantes se mueven con una calma imponente entre baobabs milenarios. El sonido de la selva, la danza de las cebras y el trote apurado de los antílopes nos sumergen en un mundo que parece detenido en el tiempo.
Y luego, el cráter del Ngorongoro, una caldera volcánica convertida en un santuario natural. Bajamos entre pastizales dorados hasta el corazón de este ecosistema único. Vemos leones de melena oscura descansando bajo la sombra de los árboles, hipopótamos sumergidos en lagunas y, en la distancia, un rinoceronte negro, esquivo y majestuoso.
Es un contraste absoluto con la montaña, pero, de algún modo, también es parte de la misma experiencia. Aquí, al igual que en el Kilimanjaro, la naturaleza es absoluta. No estamos en la cima, pero seguimos sintiéndonos pequeños ante la inmensidad.
Un viaje que nunca termina
Cuando llega el momento de partir, nos cuesta despedirnos. No solo de Tanzania, sino de la versión de nosotros mismos que se ha formado en este viaje.
El Kilimanjaro nos enfrentó a nuestros límites, a nuestra capacidad de resistencia y adaptación. Y la sabana nos mostró la belleza de lo indomable, de la vida en su estado más puro.
Volvemos a casa con algo más que una cumbre conquistada. Nos llevamos un viaje que nos transformó, una experiencia que permanecerá en nosotros mucho después de haber dejado África atrás.
Por Miguel Coranti
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