Serafín se crió entre la yunga y la capital jujeña. Fue albañil, sereno, panadero y chef. Ayudó en la construcción de su casa y la crianza de sus hermanos. Detrás de un sueño, en Ushuaia aprendió a manejar trineos tirados por perros y hoy es campamentero y porter en Aconcagua. Una historia de sueños cumplidos.
Serafín Zerpa nació en San Salvador de Jujuy, hace 30 años. Hijo de Albina y Luis, un matrimonio de agricultores y pastores en la montañosa, húmeda, aislada y olvidada yunga jujeña. El sitio se llama Yuyal, y está situado a 50 kilómetros de la capital provincial.
Junto a sus 6 hermanos, Serafín se hizo baqueano de su zona a fuerza de caminar esas 4 horas que separan su humilde casa familiar del pequeño pueblo de Ocloyas. Allí finaliza el recorrido del único colectivo diario que conecta con la capital por la ruta provincial 35.
Solos con sus 3 hermanos menores se radicó en San Salvador para estudiar, para que ellos pudieran cumplir el sueño que los padres no pudieron.
De tanto subir y bajar cuestas en vacaciones, este menudo y afable jujeño concibió y fue moldeando su sueño de aventuras y montañas, allende su querencia serrana. Quizás algo tuvo que ver haber divisado tantas veces, unas quebradas más al Oeste, el Nevado de Chañi (5.896 m), un curioso “casi 6 mil” de nieves eternas que se erige, solitario, entre selvas, puna, desiertos y salares.
Primeros oficios
Cada vez que regresaba a su yunga, Serafín oficiaba de arquitecto, ingeniero y albañil para levantarle la casa a sus padres. La antigua, la de siempre, fue desintegrada por severas tormentas al quedar deshabitada por una temporada.
Serafín quería hacer todo: Criar a sus hermanos, ir a la Universidad, trabajar de albañil y ayudar a sus padres. Negoció algunos quehaceres con sus padres, desistió de la costosa carrera de Agronomía y se anotó en una Escuela de Chefs. La costeaba con sus trabajos en la construcción y de panadero.
No le costó nada. En un par de años obtuvo su diploma gastronómico.
“El día que me reciba me voy de Jujuy a buscar mi futuro al Sur, de donde todos vienen con plata”. Vendió sus animales, con su pequeño bolso, abordó un colectivo “trucho” que lo dejó, noche mediante, en Once, en la inmensa Buenos Aires.
Comenzó Serafín a padecer la desmesurada metrópoli. Cerradas todas las puertas en la gastronomía, volvió a ejercer el arte de la albañilería para sustentarse, sólo y lejano. Anduvo por Neuquén, por La Pampa, detrás de sus sueños.
Llegó a Mendoza. San Carlos, en el valle de Uco mendocino, fue su nuevo destino. Allí ofició de sereno y albañil en una obra en construcción.
Convivió Serafín allí con un par de compañeros, Chelo y Maxi. Ellos en temporada trabajaban en Aconcagua para Inka, una de las empresas que presta servicios en el Parque. Vestían curiosa ropa de montaña con la marca de la compañía. Eso llamó la atención de Serafín. También la existencia de una montaña desolada y extrema llamada Aconcagua. Mucho más alta que su yunga. Y que el Chañi incluso. Una nueva tormenta se avecinaba.
Destino Aconcagua
“Yo quiero cocinar en el campamento de Aconcagua” fue el nuevo desafío. Motivado por sus compañeros allá fue Serafín ese verano, al campamento base de Plaza de Mulas a su primera temporada de altísima montaña.
Pronto la cocina le resultó pequeña para su inagotable imaginación. Serafín quería volver a andar por los senderos, portear quizás. Ir a la cumbre. Aprendió sobre la montaña y se lo propuso como objetivo próximo.
No pudo ser con esa empresa, entonces se fue a otra, Lanko. Allí condujo el campamento un par de temporadas, hasta que llegó su momento de marchar a la cima.
Su primer intento fue junto al guía Andy Jones, a quien reconoce como su motivador. El viento y la nieve no les permitieron superar los 6.400 metros.
A la siguiente temporada, en febrero de 2014 fue solo. Y lo logró. Como si toda la vida hubiera andado por esas laderas.
Fue muy especial su primera cumbre. Había salido de Mulas con un amigo porteador, que siguió a Cólera. Serafín prefirió quedarse en Nido de Cóndores, a 5.500 metros. Esa madrugada emprendió en solitario el periplo hacia el objetivo, que logró pasado el mediodía. A buen ritmo, con genética aclimatación.
“Me había prometido subir para estar más cerca de mi primo y de mi amigo”. Allí, a 6.962 metros, lloró Serafín por la memoria de su primo y de su amigo, sus compañeros de infancia de sueños y aventuras que perdió tempranamente. “Sentí que ellos estaban ahí”.
Fin del mundo
Hace 3 años a Serafín se le ocurrió comprarse una moto y cruzar la Argentina para conocer Ushuaia, la ciudad del fin del mundo. Una idea de emprender algo relacionado con el turismo daba vueltas por su cabeza.
“Vos estás loco, Serafín. Vos buscás la muerte, pero la muerte no te quiere a vos” lo despidió, sabio, su papá cuando puso primera rumbo a la Patagonia. Se le sumó al viaje un amigo y su tío, con locura parecida.
Su idea era llegar a Ushuaia en el invierno, cuando, pensaba, podía conseguir trabajo como chef en los numerosos restaurantes internacionales y centros invernales.
Pero cuando fue a rendir para obtener su licencia de conductor de moto, fue aplazado. “Es que yo sabía arrancarla una vez, seguía el sendero y frenaba en mi casa. No sabía andar, respetar semáforos, doblar y todas esas cosas de ciudad”.
El detalle académico lo demoró unos meses. Después de 35 días en la ruta, en noviembre llegó a la capital de Tierra del Fuego. Le quedaban $ 200. Sin invierno, otra vez la albañilería le salvó la ropa.
Esa primavera 2016 fue tan generosa con el turismo, que varios restaurantes y centros de los boscosos valles cercanos a Ushuaia abrieron sus puertas. A uno de ellos fue Serafín a ejercer, por fin, su profesión de chef todo el verano.
Los perros de Serafín
En el denominado valle de los lobos, el joven compartía plantel laboral con un centenar de perros siberianos y alaskanos que tiraban trineos para pasear turistas por circuitos cercanos.
Se acercó a ellos, los conoció en sus costumbres y condiciones. Aprendió a cuidarlos, a conectarse con ellos y a quererlos. Pero tanta sencillez inquietaba a Serafín. Llegaba el invierno y se fijó una nueva obsesión. Quería conducir trineos y guiar a los perros.
Un compañero francés, Maxim, encargado del cuidado de los canes le “canjeó” esa sabiduría por la enseñanza del español. Y así Serafín aprendió otro nuevo oficio.
El galo renunció y se fue, y la oportunidad llegó con un primer contingente de turistas europeos. “Llevalos. Si lográs que los clientes vuelvan bien, el puesto es tuyo” le encomendó su jefe. Y así Serafín se graduó en su nuevo oficio, que ejerció a pleno en el siguiente nevadísimo invierno, a 54º de latitud Sur, a 4.000 km de su yunga.
Le dolió demasiado despedirse de “sus” perros cuando decidió marcharse, en agosto de 2017. Desavenencias metodológicas y salariales lo pusieron cara a cara con lo más crudo y salvaje de la industria turística.
Entonces se fue a hacer temporada en Aconcagua. En mayo siguiente volvió a Ushuaia a buscar la moto. Y sucumbió a la tentación de trabajar de nuevo con siberianos y alaskanos, ya bajo el cuidado de otra gente más consciente.
Los perros estaban muy mal, asustados, casi desnutridos. Explotados. El plantel de 102 se había reducido en un año a 60. Con dos compañeros Serafín se quedó todo el invierno para recuperarlos, con el apoyo de los nuevos jefes. Lo lograron.
Dulce de la yunga
Serafín logra todo lo que se propone. Con empeño, imaginación y destreza, nada le resulta imposible.
Esta temporada llegó por tercera vez a la cumbre. En la cruz de la cima de la montaña mundialmente conocida, se le ocurrió fotografiar un frasquito de dulce de tomate “Chiltada”, de producción artesanal y comunitaria que llevan adelante sus padres y vecinos de Ocloyas. Una acción de marketing que a una agencia de Puerto Madero le hubiera llevado años de planificación y no pocos dólares concretar.
Es el modo de colaborar que encontró, hacer publicidad para que su gente salga adelante. Ya ayudó en la construcción de la casa y en la crianza de sus hermanos más pequeños. Hoy su misión es, desde el lugar donde se encuentre, ayudarlos con su emprendimiento de dulce de tomate silvestre de variedad chilto, de la yunga. Exquisito, por cierto.
Este invierno volverá a extrañar a sus perros deportistas de Ushuaia. Es que ahora su idea es estudiar para Guía de trekking y montaña en la Escuela de Mendoza. Se siente a gusto en Aconcagua, a pleno.
Sueños posibles
Nunca se consideró, hasta ahora, montañista. Pero en Ocloyas recorrió tantas veces esas 4 horas de monte desde y hasta su casa, de ida y de vuelta. Y en sus etapas de albañil “porteaba” mercadería y materiales de construcción para su casa a 1.700 msnm. Hoy reconoce que, sin saberlo, se estaba entrenando.
Empatiza naturalmente con montañistas y turistas que vienen a cumplir sus metas. Aún sin entenderles el idioma. Tiene paciencia y comprensión, componentes fundamentales en un buen guía de montaña.
Es que, quizás de tanto andar y lograr metas y objetivos, se ha convertido -además de albañil, tutor, chef, panadero y conductor de perros- en un experto cumplidor de sueños. Por más lejanos y altos que estos sean.